SERMÓN VII
Por la noche, sin embargo, volvieron los muertos con ademanes acusatorios y dijeron: Olvidamos hablar de una cosa, instrúyenos acerca de los hombres.
El hombre es una puerta a través de la cual penetran del mundo externo los dioses, demonios y almas en el mundo interno, del mundo grande al mundo pequeño.
Pequeñez y nadería es el hombre, vosotros lo habéis ya pasado, pero volvéis a encontraros en el espacio infinito, en la pequeña o interna infinitud.
A distancia incalculable está una estrella sola en el cenit.
Éste es el Dios de este uno, éste es su mundo, su Pleroma, su divinidad. En este mundo el hombre es el Abraxas, que da a luz o devora su mundo.
Esta estrella es el Dios y el fin de los hombres. Ate es su Dios que le guía, o él va el hombre para hallar descanso, o él conduce el largo viaje del alma hacia la muerte, en él todo brilla como luz, todo cuanto remite al hombre al gran mundo.
A éste reza el hombre. El rezo acrecienta la luz de la estrella, lanza un puente sobre la muerte, prepara la vida del mundo pequeño, y aminora el deseo falto de esperanza del gran mundo.
Cuando el gran mundo se torna frío, la estrella ilumina. No hay nada entre el hombre y su Dios, en cuanto el Hombre puede separar su mirada del espectáculo llameante de Abraxas.
Aquí Hombre, allí Dios. Aquí debilidad y nadería, allí eterna fuerza creadora.
Aquí oscuridad total y frío húmedo, Allí Sol pleno.
A esto los muertos guardaron silencio y se elevaron hacia arriba como humo sobre el fuego del pastor, que por la noche esperaba a su rebaño.
Escrito por Basílides de Alejandría
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